foessel

Aïcha Liviana Messina le hizo una breve entrevista al filósofo francés Michael Foessel, a propósito de sus trabajos más recientes, sobre los que expondrá en el Workshop Internacional “Cosmopolitismo, globalización, revueltas locales”, a realizarse en la Universidad Diego Portales el miércoles 16 y jueves 17 de diciembre.

Michael Foessel es profesor de la Université de Bourgogne y de la École Polytechnique de París y autor de los libros Después del fin del mundo: crítica de la razón apocalíptica (2013), Estado de vigilancia: crítica de la razón securitaria (2011), La privación de lo íntimo. Las representaciones políticas de los sentimientos (2010), entre otros.

Acabas de publicar un libro sobre el tema del consuelo. ¿En qué medida el tema del consuelo ya no sería solo propio de la religión o de la psicología? Buscando el consuelo, ¿no se corre el riesgo de acallar el grito que hay en el dolor?
El consuelo se ha vuelto una práctica (algunos dirán una “disciplina”) propia de la religión y (más tarde) de la psicología. Pero el consuelo, al menos hasta Boecio, fue considerado privilegio de la filosofía. Ese es en particular el caso de las Consolatio estoicas. He querido entender por qué la filosofía se ha dejado despojar, por decirlo así, de ese poder de consuelo, y comprender entonces de acuerdo a qué necesidad el saber racional ha dejado de ser visto (en la modernidad) como un bálsamo. Se trata de la verdad, o más bien de nuestra relación con ella que, como lo ha mostrado Foucault, deja de pertenecer a las “técnicas de sí” entre las cuales de seguro podemos contar el consuelo. Desde que la verdad es tomada o como objetividad o como “develamiento”, la sabiduría filosófica antes que consolar vuelve lúcido. Desde ciertos puntos de vista, la filosofía moderna puede ser interpretada como una crítica al consuelo, pero en el sentido (es al menos lo que he intentando mostrar) en que esta práctica es captada por la religión o por la psicología.
Que la filosofía (moderna) no pretenda consolar no implica sin embargo que no tenga nada que decir o que pensar del consuelo. Puede incluso decirse que la pérdida de los antiguos modelos (metafísicos y religiosos) del consuelo constituye un desafío a partir del cual la modernidad filosófica se ha constituido. He querido mostrar que esta “pérdida” fue constitutiva de la subjetividad moderna o, para decirlo mejor, de la finitud, tema que sin duda designa el hilo conductor de mi trabajo. Pensar el consuelo hoy es pensar lo que hemos perdido, pero en tanto esa pérdida constituye la identidad moderna. No hay nada de nostálgico ahí, el proyecto es abordar la modernidad como una serie de réplicas, siempre frágiles, a las pérdidas que afectan la identidad del sujeto o de la comunidad.

A partir de esto recojo tu segunda pregunta. Es claro que el consuelo (entendido esta vez como práctica ordinaria) responde al grito que emana del dolor. Pero no el sentido de ahogarlo, sino más bien en el sentido de darle la oportunidad de articularse como palabra. Son más bien las conminaciones al duelo (es decir, lo contrario de un consuelo) las que acallaran el grito o bien lo santifican como grito. Ahora, si el grito se articula con el dolor (y eso incluso en el animal), el consuelo se dirige al dolor como pérdida o privación. No hay peor consolador que el que le niega a la aflicción humana su dimensión de escándalo, y de ese modo también su potencial transgresivo en relación al orden establecido. No he querido abordar el consuelo desde el punto de vista de su término (suponiendo que exista) sino como un diálogo en el que, para retomar tus palabras, el grito accede a la palabra o más general al sentido (sabemos que a menudo el consuelo pasa por el tocar)

Has trabajado sobre la aflicción pero también sobre el miedo. ¿Piensas que la filosofía no ha pensado tanto las emociones y que debe darle un nuevo tratamiento? ¿Piensas también que las emociones podrían tener un rol político positivo (distinto a volver posibles políticas securitarias o incluso la dominación)?
Sería muy exagerado decir que la filosofía no ha pensado las emociones. Puede ser, en cambio, que haya intentado interpretarlas desde un saber racional “frío” o moral. Incluso sobre ese punto habría que matizar: Platón le da un gran lugar a la cólera (thymos) como potencia de movilización del alma, así como Aristóteles hace de las emociones el aspecto central de su ética. Lo que es cierto es que la filosofía moderna se interesó más por las pasiones que por las emociones (lo sensible como aquello que nos mueve). Me parece que eso es consecuencia de la importancia del dualismo entre el alma y el cuerpo legado por Descartes. El problema se volverá desde entonces el de la explicación de las pasiones, de su dominio por parte de la razón y de su dimensión antropológica. Puede decirse que esta secuencia sobre las pasiones del alma se detiene a fines del siglo XVIII, en provecho de nuevos acercamientos a lo sensible, más inclinados hacia el sentimiento.

Lo que yo he hecho es trabajar más sobre los sentimientos que sobre las pasiones, en particular sobre su articulación con la democracia definida como forma de sociedad. La aflicción, lo íntimo, el miedo me interesan en tanto que dimensiones del hombre democrático, pues cada uno de esos sentimientos plantea con nuevas fuerzas la cuestión de la igualdad. Eso es claro en cuanto al miedo que, ya en Hobbes, es una potencia de igualación (todos son iguales ante el miedo a la muerte violenta). Eso es verdad también respecto a lo íntimo: he intentado mostrar que su democratización constituye una conquista moderna (pensemos en la causa feminista o en la homosexual, en los dos casos puede hablarse de “derecho a lo íntimo”). Me parece que existe un régimen igualitario del sentimiento que permiten abordar la democracia a partir de lo que Rancière llama el “reparto de lo sensible”. Me pareció interesante explorar lo que la democracia le ha hecho a la esfera de los sentimientos, eso con la idea de que la libertad y la igualdad se encarnan también en modos del “sentir” y relacionado con el hecho de que los procesos de desdemocratización puedan volverse legibles a la luz de la degradación de lo íntimo o de una cierta negación de la aflicción.

En este sentido, por cierto, los sentimientos pueden tener un sentido político positivo. Es sin duda el caso del miedo en la medida en que no se lo transforme en pulsión de hostilidad o en angustia securitaria. No se trata sin embargo de caer en el sentimentalismo o en las políticas de lo compasional: desde este punto de vista, sigo siendo kantiano. Es más bien del lado del juicio estético, de lo que Kant llama “modo de pensar extensivo” posibilitado por el sentimiento de lo bello como algo compartible, que se puede intentar encontrar dimensiones políticas. Me parece que la gran pregunta sigue siendo: ¿desde qué experiencia sensible auténtica puede juzgarse su desvalorización comercial o autoritaria? El problema, bastante complejo, es tanto el de las normas del sentimiento como el del sentimiento como norma: ¿cómo es que “sentir” permite dirigir una mirada crítica a lo real político?

En tu trabajo sobre la banalidad securitaria, muestras que el derecho a la protección (sûreté) que supuestamente garantiza las libertades individuales se ha transformado en un derecho a la seguridad (sécurité) que, a la inversa, le deja cada vez más poder al Estado. ¿Piensas que se trata de una despolitización que sería algo así como una fatalidad de la época (ligada al leitmotiv del fin: de la historia, de mundo…) o crees, por el contrario, que esa deformación está ligada a dispositivos políticos precisos frente a los cuales una acción es posible?
En últimos tiempos en Francia se acostumbra decir que la “seguridad es la primera de las libertades”. Supongo que con eso se refieren a la idea de que la seguridad es del rango de los derechos humanos, y que en realidad no tendría sentido ser libre si se está muerto o amenazado de muerte… Pero más allá de esas falsas evidencias, creo que habría que recordar que, en efecto, los pensadores de la Ilustración (por ejemplo Montesquieu) hablaban de la protección (sûreté) como un derecho fundamental, y no de la seguridad (sécurité) en general. Ahora bien, la protección es el derecho de los individuos a no ser hostigados, vigilados o perseguidos por el Estado. No se trata solamente de la seguridad en el sentido en que se la entiende en general, la que opone el ciudadano honesto al delincuente o al terrorista, sino a la seguridad de ese mismo ciudadano frente a lo que lo expone al poder gubernamental o administrativo. La paradoja es que estamos en vías de sacrificar la protección en aras de la seguridad, creando condiciones para una solidaridad total entre los ciudadanos y los Estados, como si estos últimos estuvieran, por principio, por encima de toda sospecha (pienso, por ejemplo, en los recientes escándalos de la NSA).

La insistencia securitaria contemporánea es ante todo coyuntural. Yo diría que en este caso se trata de un mal consuelo: habiendo renunciado los Estados a ofrecer garantías u horizontes en materia de justicia social, se legitiman con una oferta securitaria sin límites (que a menudo delegan a agencias privadas). He intentado mostrar que eso forma parte del dispositivo o (para hablar como el último Foucault) de la “gubernamentalidad” neoliberal. El liberalismo clásico desconfía del Estado y de sus tentativas de usurpación de la vida privada de los ciudadanos tanto como el neoliberalismo cree en las virtudes de la reglamentación estatal en la constitución de una sociedad del riesgo. Más que de “despolitización”, yo hablaría de una politización de los individuos a partir de la determinación económica de la existencia. Es el paradigma de la acción como inversión, como cálculo de la relación costo/beneficio la que se impone incluso a las políticas públicas. Me parece que ese paradigma, tan alejado del derecho subjetivo moderno, es totalmente permeable a las políticas securitarias: la institución de la libertad de concurrencia del mercado invoca políticas del riesgo que pueden atentar contra las libertades públicas. En la alianza entre neoliberalismo y neoconservadurismo hay algo que no tiene nada de azaroso.

¿Se trata de una coyuntura o de un hecho de la época? Es difícil de decir, pero para responder a la pregunta se está obligado a hacer intervenir la dimensión de la técnica. El choque entre la exigencia democrática y la técnica, no simplemente como instrumento sino como principio de configuración del mundo, es característico del presente. A pesar de todo, le debemos a Heidegger el haber captado lo que no es técnico en la esencia de la técnica, es decir, lo que da cuenta de un régimen de fenomenalidad en el que todo aparece bajo la forma de la lógica de los fines y los medios. Esta fenomenalización es claramente opuesta a la fenomenalidad democrática que, como lo han visto Arendt o Merleau-Ponty, toma en cuenta la incertidumbre y el “mundo de las apariencias”. En este sentido, hay en los procesos actuales, que algunos no dudan en calificar de “posdemocráticos”, la consagración de una cierta vía de la modernidad: para decirlo rápido, la vía abierta por el triunfo de la razón instrumental. Pero me resistiría también a las condenas unívocas de los Tiempos modernos cuyo régimen de sentido es mucho más ambivalente. Es desde la exigencia abierta por la modernidad que es posible hacer una crítica de sus dimensiones menos democráticas.

Tus trabajos hablan cada vez más sobre el problema del mundo contemporáneo. Te has interesado por el problema del Estado de vigilancia, la despolitización de las políticas, los milenarismos y por los pensamientos apocalípticos que asedian a nuestro siglo y el uso político que se hace de ellos. ¿Qué tipo de visión piensas que puede tener la filosofía sobre “las preocupaciones actuales”? ¿Estamos necesariamente presos en la trampa de esos dos escollos descritos por Hegel y Nietzsche? Quiero decir: ¿la filosofía llega siempre, necesariamente, demasiado tarde o la potencia y novedad de un pensamiento está en su inactualidad?

Y a riesgo de plantear una pregunta demasiado larga: me parece que es en particular el pensamiento de Kant el que te da las herramientas más valiosas para pensar el mundo contemporáneo (en su urgencia). ¿Qué es lo que hace de Kant un pensamiento todavía actual?
Respondo primero sobre Kant, porque puede hacer puente con lo anterior. Diría que mi trabajo se inscribe en una investigación sobre eso que Habermas llama las “promesas incumplidas de la modernidad”. Y, más allá de intereses más académicos, es ahí que se origina mi interés por Kant. No solo en el sentido en que Kant habría tematizado las promesas de la modernidad en torno al ideal de autonomía, sino porque desde el principio examinó las razones por las que son frágiles y difícilmente cumplibles. Kant es un pensador de la Ilustración que no cesa de meditar sobre su potencial fracaso. La hipótesis de una crítica que no llega a conjurar la ilusión dogmática que ella misma denuncia me parece extremadamente fecunda para abordar el presente. No hay optimismo en Kant, sino una obstinada preocupación por escapar a la desesperanza por una vía racional. Pero, evidentemente, según un uso de la razón que es totalmente distinto al cálculo. El diferendo entre razón práctica y razón especulativa sigue siendo extremadamente actual, incluso si es evidente que hay que reformularlo a la luz de los desarrollos de la ciencia y de la técnica. Pero todavía se trata de esto: ¿Qué tipo de racionalidad debe ser puesta en obra para resistir a las potencias del fanatismo? La gran fuerza de Kant es, si puede decirse así, evaluar racionalmente las figuras de la razón. Y retener como criterio su mayor o menor porosidad al deseo de ver lo absoluto reducido a dimensiones de lo que está dado. Es en ese deseo que se encuentra la raíz de los extravíos modernos.

Yo creo que el carácter inactual de la filosofía se encuentra en sus métodos más que en su relación con el presente. De nuevo, y para decirlo rápidamente, no creo en una filosofía que renunciaría a todo anclaje “transcendental”, que explicaría el ente mediante el ente sin pasar por lo que hace posible el presente y no es histórico en el sentido convencional de la palabra. Entonces “inactual” sí, si es que se entiende por ello la necesidad de no tomar como un hecho seguro que el presente salga empíricamente del pasado. Dicho eso, la filosofía habla del presente aunque lo formalice desde el arranque. Las figuras adversas de la racionalidad que evocaba antes van todas en ese sentido: se trata de determinar lo más precisamente posible de dónde venimos. Pero con el compromiso filosófico que consiste en mostrar que dependemos tanto de regímenes de significaciones como de acontecimientos históricos fechados.

Entrevista: Aïcha Liviana Messina
Traducción: L Felipe Alarcón