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La profesora Rocío Garcés Ferrer se doctoró en filosofía por la Universidad de Valencia con una tesis internacional sobre el joven Heidegger titulada “El desasosiego de la vida fáctica. La transformación afectiva de la intencionalidad en las lecciones de Friburgo de Martin Heidegger (1919-1923)”, la cual recibió el Premio Extraordinario de Doctorado. Ha realizado estancias de investigación en las universidades alemanas de Maguncia y Friburgo, y en el Center for Subjectivity Research (CFS) de la Universidad de Copenhague. Sus publicaciones más recientes versan sobre el joven Heidegger, la fenomenología y la hermenéutica.
Acaba de integrarse al Instituto de Filosofía UDP y durante el segundo semestre ofrecerá dos cursos en conjunto con Aïcha Liviana Messina y Ovidiu Stanciu. Para conocer más de su trabajo, nos respondió algunas preguntas por correo electrónico.
¿Cómo llegaste a la filosofía?
Mi primer contacto con la filosofía fue en el Instituto de Educación Secundaria (en España se imparte la asignatura de filosofía en torno a los 16 años). La primera vez que tuve una clase de filosofía supe que esa era mi vocación. Fui una lectora y escritora precoz, y en cierto modo ya había vivido una experiencia crítica y reflexiva, pero nunca antes la había experimentado en un aula, con lo que esa experiencia tiene de anómala, por ser institucional y compartida con otros. A diferencia del resto de asignaturas, en las que se trataba de estudiar o de memorizar determinada materia, en las clases de filosofía era posible poner en cuestión las opiniones establecidas, intercambiar razones y argumentos y pensar por ti misma. No fue un camino fácil. Tuve que compaginar mis estudios de filosofía con los de periodismo, pero finalmente pude dedicarme a la filosofía profesionalmente.
¿Cómo ha cambiado tu percepción de la filosofía desde que comenzaste a estudiar hasta ahora?
Cuando empecé a estudiar filosofía creía que, además de ayudarme a comprender mejor mi presente, me ayudaría a transformarlo. La progresiva especialización a la que nos obliga hoy en día la carrera profesional y la investigación me han vuelto un poco más escéptica respecto a esta última posibilidad. Me explico. No es que ahora piense que no sea posible transformar de algún modo la realidad a través de la filosofía, sino más bien que el exceso de especialización y burocratización al que están sometidas las facultades de filosofía va en detrimento de esta posibilidad. Por ello, considero fundamental no desligar la investigación filosófica de su enseñanza en los seminarios ni de sus lazos con la vida pública. Si perdemos esos vínculos con la vida corremos el riesgo de alimentar “la barbarie del especialismo”, como decía el filósofo español Ortega y Gasset, y arruinar por completo el futuro de la filosofía como institución. En ese sentido, el Instituto de Filosofía de la UDP me parece un lugar idóneo para poder trabajar en esas tres direcciones: investigación, docencia y contacto con la vida pública, con la actualidad en el mejor de los sentidos.
¿Cuáles son los problemas filosóficos que más te interesan hoy?
De entrada me interesa comprender el presente, un presente que ya no es tan fácil poner en conceptos como lo fue para Hegel en el siglo XIX. El siglo XX nos abocó de forma abrupta a “pensar sin barandillas”, como dijo Arendt al intentar poner en conceptos la experiencia totalitaria. Me interesa, así pues, comprender cuál es nuestra situación hermenéutica, desde dónde planteamos de nuevo las preguntas fundamentales de la filosofía, y por eso decidí hacer mi tesis doctoral sobre Heidegger; un pensador que considero fundamental para entender la complejidad de la filosofía y de la historia del siglo XX, con sus luces y sus sombras.
En estos momentos desarrollo mi investigación posdoctoral con un proyecto FONDECYT que trata de elucidar el estatuto de la noción de “fuerza normativa” en el debate contemporáneo sobre la normatividad, y más en concreto en la recepción actual de la filosofía de Heidegger. Por “fuerza normativa” se entiende la cuestión acerca de qué es lo que vuelve vinculantes y obligatorias las normas, los roles sociales o las prácticas discursivas. Uno de mis propósitos es dilucidar si el paradigma normativo nos permite pensar en toda su radicalidad nociones como la responsabilidad, la libertad o la crítica filosófica; o si se trata, más bien, de una expresión académicamente estilizada de la cosmovisión propia de un mundo en exceso racionalizado, donde cada vez es más difícil encontrar resquicios para poner en cuestión las normas establecidas, para pensar de otro modo o simplemente para desobedecer razonablemente. De ahí que lo que me resulta más interesante sea analizar los fenómenos disruptivos o negativos, los momentos de anomia o de crisis normativa, cuando las normas son puestas en cuestión y se pone de manifiesto la fuerza normativa que latía tras ellas.
Por otro lado, la noción de “fuerza normativa” es de por sí un oxímoron, una contradicción en los términos que revela una tensión que atraviesa la filosofía práctica desde Kant hasta nuestros días. Y que, debido precisamente a su ambigüedad (es una fuerza pero es racional), se encuentra en el centro, de forma más o menos explícita, de los intentos por naturalizar la filosofía. Otra cara del mismo problema es el papel que juega la afectividad en la determinación de la noción de fuerza normativa. Kant habló del sentimiento del respeto moral como aquel sentimiento que se diferencia del resto por ser efecto de la autodeterminación de la voluntad e intentó purificarlo así de la inclinación natural, incidiendo a su pesar en la ambigüedad a la que antes me he referido.
Por eso mismo me he interesado también por el llamado “giro afectivo” de la fenomenología y por la novedosa reformulación de la afectividad en la filosofía de Heidegger. No tanto porque las emociones y los afectos se sitúen en un primer plano, sino por las consecuencias epistemológicas que de ello se derivan para repensar la noción de fuerza normativa, la responsabilidad o la racionalidad en general. Uno de los problemas que hemos heredado de la filosofía kantiana es su comprensión en exceso naturalizada de la sensibilidad y en ocasiones también de la experiencia. La dificultad de esa herencia sale a relucir en sus apropiaciones contemporáneas, como por ejemplo en el intento de fundamentación trascendental de las identidades prácticas en la filosofía de Korsgaard. Heidegger nos ofrece, en cambio, una alternativa a la naturalización de la sensibilidad y nos abre un nuevo campo de sentido al comprender la afectividad desde la trascendencia, es decir, desde nuestro encontrarnos siempre ya en un mundo compartido con otros.
¿Qué aspectos del pensamiento de Heidegger consideras de mayor actualidad para estudiarlo y enseñarlo hoy?
Como decía, creo que Heidegger es un pensador fundamental para comprender la filosofía contemporánea. Al igual que ocurrió con las Investigaciones lógicas de Wittgenstein, Ser y tiempo cambió por completo nuestro modo de pensar, escribir y leer filosofía. Ganamos un nuevo lenguaje para hablar del tiempo, la finitud, el mundo o la existencia, y a la vez perdimos para siempre cierta ingenuidad. La dificultad de la obra de Heidegger, más que en su lenguaje reside en el tipo de lectura que nos exige. Ser y tiempo, como sucede con aquellas obras que cambian la historia de la filosofía, es un libro poliédrico que obliga a leer en varios niveles a la vez. Un “meta-libro”, como el Ulises de Joyce lo es para la literatura. Y, como sucede con la filosofía trascendental, su “contenido” consiste en explicitar las condiciones de posibilidad del sentido y del discurso filosófico. Sólo que, en este caso, el punto de partida no es la experiencia teórica ni tampoco práctica, sino la experiencia cotidiana; y el punto de llegada es el extraño descubrimiento de que aquello que hace posible la normalidad es un “no estar en casa” fundamental: la inhospitalidad de saberse siempre fuera a pesar de la comodidad y familiaridad del adentro. Se trata de una inquietante extrañeza e inseguridad que hoy experimentamos de forma paradójica en este confinamiento obligatorio que nos impone la pandemia.
En términos generales, la filosofía de Heidegger me parece relevante, más que por sus temas, por su modo de enfrentarse a las cuestiones fundamentales de la filosofía. En ese sentido creo que es un buen autor para ser leído en un seminario con los alumnos. Pues además de aprender a leer filosofía, su lectura requiere que el lector se mantenga alerta, en tensión, con y contra Heidegger. El lector de sus textos debe aprender también a ser crítico, a discernir cuándo se encuentra ante la brillante reformulación de un problema filosófico y cuándo ante una oscura mistificación; cuándo se halla ante sus luces y cuándo ante sus sombras.