El Doctor en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte se integró desde marzo de 2021 al claustro académico del Instituto y a mediados de este mes comienza a impartir un curso sobre aproximaciones filosóficas a la obra de Kafka.

Diego Fernández se ha especializado en el estudio del concepto moderno de “crítica” desde Kant al pensamiento de la deconstrucción, pasando por el temprano Romanticismo alemán y la Teoría Crítica (con especial énfasis en el pensamiento de Walter Benjamin). Ha sido investigador postdoctoral en el IDF con un proyecto FONDECYT sobre Walter Benjamin y Maurice Blanchot, y es además coinvestigador en un proyecto FONDECYT Regular sobre Jacques Derrida y Philippe Lacoue-Labarthe. Ha enseñado Filosofía y Estética en distintas universidades de Chile, y ha sido Visiting Scholar en la Universidad de Northwestern.

Es autor de ensayos, artículos, traducciones y de dos libros por aparecer este año: La justa medida de una distancia: Benjamin y el romanticismo de Jena (Santiago de Chile: Orjikh, 2021) y Brillar por ausencia. Walter Benjamin y la cuestión de la verdad (Barcelona: Anthropos, 2021, prólogo de Peter Fenves).

¿Cuál crees que es la vigencia de Walter Benjamin a la hora de pensar nuestro presente?  

El año pasado se cumplieron 80 años de su muerte en Port Bou y varios suplementos culturales dedicaron páginas de especialistas a responder más o menos tu misma pregunta; digamos, su “vigencia”, o para decirlo con un término de propio Benjamin, su “actualidad”. Yo distinguiría en ese sentido dos cosas: Benjamin es un autor que a pesar de su existencia como outsider —al menos la segunda mitad de su vida—, goza de un reconocimiento total en las instituciones académicas más tradicionales y prestigiosas. Eso es un hecho y nadie podría reclamar el lugar de “outsider” por el mero hecho de estudiarlo y de citarlo. Harvard University Press, por ejemplo, es la institución que ha publicado su obra en inglés, y en alemán está en curso en estos momentos una segunda edición crítica de sus obras en la editorial Suhrkamp, con la colaboración de especialistas de diversas partes del mundo. Esto quiere decir que es más que probable que Benjamin seguirá siendo todavía por un rato “objeto” de estudio e interés para universidades y centros de investigación (algo que, creo, dejó de ocurrir hace tiempo con otros “miembros” —si es que Benjamin fue uno— de la Escuela de Frankfurt). Otra cosa distinta, creo, es su figura en nuestro imaginario cultural. Por eso me interesó ver cómo aparece Benjamin proyectado en los medios de comunicación a 80 años de su muerte, por muy “culturales” que sean esos medios. Benjamin es también, en este sentido, y mal que le pese, una suerte de ícono pop, incluso si la mayor parte de sus escritos son de una dificultad tan extraordinaria que uno se pregunta cómo justamente conquistó esa posición. Por la misma razón, yo no leería (yo al menos lo evito a toda costa) a Benjamin en calidad de proveedor de respuestas frente a los males de nuestro tiempo, para decirlo de la manera más brutal. En buena medida porque uno encuentra poco si lo lee de esa manera, y porque me atrevería a decir, que se trata de un autor que resiste tenazmente los fanatismos, en buena medida porque es un autor que piensa en contra de la idea de subjetividad. Es un pensador anti-subjetivo. Por cierto, que resista los fanatismos no quiere decir que no sea un pensador radical; de hecho, podríamos sugerir lo contrario: que en el ámbito del pensamiento, radicalismo y fanatismo son cuestiones que se oponen. Como sea, nuestro tiempo (o nuestro presente, como tú lo llamas), sea lo que sea que eso quiera decir, tiene especificidades que lo hacen cualitativamente diferente del que Benjamin habitó, y exige ser pensado en su propia medida. El panteón en el que Benjamin ha sido puesto como un pensador imprescindible para entender nuestro presente (que no deja de ser un criterio inmediato de utilidad) suele arrojar lecturas muy limitadas tanto de Benjamin como del propio presente, entonces, no sé, depende, a veces sí, a veces no. Yo creo que hay que atender, mejor, al gesto de Benjamin de acuerdo con el cual lo vetusto, marchito y desvencijado, dispuesto bajo nuevas formas de legibilidad, puede arrojar luz sobre nuestra situación presente. Es el presentimiento del anacronismo que tantos han tomado de Benjamin (aunque desde luego, no solo de él).

La obra de Walter Benjamin parece ser fundamental en tus investigaciones: está presente en tu tesis de pregrado en Psicología, en tus dos tesis de posgrado, en tu investigación posdoctoral y ahora en dos libros que publicarás este año. ¿Cómo llegaste a la obra de Benjamin? ¿Hay algo en ella que mantiene tu interés por sobre otros autores?

Benjamin ha sido para mí sin lugar a dudas y en primerísimo lugar el tema recurrente de obsesiones, incomprensiones, fascinaciones (que están lejos de haberse disipado), pero también de un modo de pensar que alberga una especie de radical convicción “estética”, en un sentido preciso: que un pensamiento no existe por fuera de su forma de presentación; o si se quiere, más específico: que una obra o un pensamiento consisten en su forma de presentación, en su mise en forme o en su mise-en-scène, y que por tanto el pensamiento no preexiste a la forma en que él mismo se produce. Esto plantea muchísimos buenos problemas que se entrecruzan; por un lado, con la situación biográfica de Benjamin (su lugar de outsider; hay que recordar que la tesis de habilitación sobre el Trauerspiel, y en cuyo prólogo se plantea el problema del método como desvío, fue desestimada por la comisión evaluadora por ser juzgada “incomprensible”), pero también, por otro, la pregunta acerca de qué hacemos si consideramos que el pensamiento filosófico (o el pensamiento a secas) no puede tomar su forma prestada de otro lado ni puede darla por sentada. Es uno de los problemas que existe con los papers, que es una forma bastante rígida y por ende limitada de exposición (y por lo tanto de pensamiento o incluso de pensamiento prefabricado). Por cierto, esta es apenas una pregunta, respecto de la cual tengo solo respuestas tentativas, porque de hecho no estoy en sí en desacuerdo con los papers, porque estos también vinieron a “solucionar” otros problemas que eran igualmente reales.

Diego Fernández

Yo me había formado fundamentalmente en teoría psicoanalítica. Para entonces leía con interés diversos autores que dialogaban con el psicoanálisis por fuera de la clínica, y tuve una inmediata relación de fascinación con Benjamin, aun si para entonces accedí a un número muy escueto de sus textos, muchos de ellos en traducciones que lo hacían aún más difícil de lo que ya es. Por esos años, aún estudiando mi pregrado, asistía de oyente a los cursos que Pablo Oyarzun dictaba en Campus Oriente de la Universidad Católica, donde Benjamin era un autor más o menos omnipresente. Algún día habrá que decir algo más acerca de esa escena magnífica que contribuyó de manera decisiva a la fascinación que experimentamos muchos por el pensamiento de Benjamin. Me refiero a las clases de Oyarzun, plagadas de estudiantes-oyentes —entre los que me contaba—, de las más diversas edades y (de)formaciones (literatura, música, ciencias sociales, teatro, filosofía, y un número importante de diletantes sin ocupación conocida) que contribuíamos a clases de una complejidad extraordinaria y sin conmiseración pedagógica de parte del profesor —salvo una paciencia infinita— a menudo con acotaciones tan entusiastas como ininteligibles. Creo que varios nos estábamos testeando a ver si podríamos hacer algo en el ámbito de la filosofía (o por ahí), pero con todo, creo que salíamos más o menos transformados de esas sesiones, incluido Oyarzun, supongo, porque era claro que lo suyo era work in progress (a veces en disgress), pero eso nos permitía asistir al momento de la fabricación de un pensamiento, y no a ser nosotros meros depositarios de conclusiones ya sesudamente establecidas (que son algo distinto de un pensamiento: el pensamiento siempre deja ver la marca de esa fabricación).  Pareciera que desvarío, pero cuando Benjamin tuerce el sentido y el alcance del concepto moderno de método (que en su etimología contiene la idea de dirección, de sentido, de la posibilidad de alcanzar un conjunto de resultados que están de algún modo preinscritos en las reglas) para hablar en cambio del método como “desvío” (de Umweg), toca precisamente este problema.

Respecto a tu formación inicial en Psicología, ¿en qué momento comienzas a vincularte con la filosofía?

Yo creo que la vinculación no es disciplinaria. Para bien y para mal, la psicología es o ha sido una disciplina de enorme dispersión —por así decirlo— “ontológica”. Ha experimentado enormes variaciones en la definición de sus objetos de estudio y métodos de investigación. Por tanto, exige tempranamente algo así como una “toma de posición” en relación con tu propia formación. En este sentido, desde temprano esa toma de posición estuvo asociada para mi al estudio de la teoría psicoanalítica, y al estructuralismo y sus acólitos. Eso se debió en buena medida a un gran profesor que tuvimos en el grado y que fue decisivo en la formación de un número importante de psicólogos “disidentes”: Miguel Reyes, a quien no quisiera dejar de mencionar. No fue el único, desde luego, pero la estela que dejaba ese y otros pocos cursos en las generaciones de más arriba estaba en diálogo menos con la psicología que con la literatura y con una especie de “filosofía práctica” (para decirlo con el término que Deleuze utiliza para referirse a Spinoza): una atención a prácticas históricas, discursos disciplinarios, formas de significación, etc., que tenían en su centro menos al “ser humano” (en el sentido antropológico-universalista que uno solía encontrar en la psicología) que a la subjetividad, que es básicamente el presupuesto según el cual lo humano (la “naturaleza” humana) es desde siempre técnica: producción, discursos, prácticas. Diría que ese es el contexto de mi interés primigenio por la filosofía, algo para nada “disciplinario” si te das cuenta. Luego tuve que ir llenando baches sobre la marcha en relación con mi formación. Con todo, y esto es algo largamente conversado con quienes sí hicieron una formación disciplinar estricta en filosofía, tiendo a pensar que es una buena entrada. Digo, la puerta de atrás (o la ventana incluso) es una buena manera de ingresar a la filosofía: disuade desde temprano de la idea romántica que señala que la filosofía es una actividad ociosa y aristocrática atravesada por la idea de “inutilidad” (por mucho que eso se pueda decir afirmativamente). En una palabra: la filosofía sirve, aunque a primera vista no sepamos bien para qué —porque los criterios mismos de la utilidad están sometidos a examen—, pero a la larga sirve más que muchas disciplinas construidas desde el mandato de la utilidad inmediata. Por eso creo que es una mala idea renunciar a la “utilidad” de la filosofía. Es renunciar a una vocación primigenia suya, por un lado, y por otro, es cederle las armas al enemigo que desde hace mucho la quiere extirpar porque —justamente— “¡no sirve!”.

Acabas de participar como editor invitado en un volumen de la revista Pléyade titulado «Traición, representación y violencia en la política contemporánea». ¿Cómo se vincula tu trabajo en estética o teoría del arte con los temas más políticos que has trabajado, e incluso con los temas de contingencia que se abordan en este volumen de Pléyade

Bueno, en este caso sí que la vinculación es total, al punto que la distinción misma es problemática. Estaría tentado de decir: toda estética es política (incluso —o sobre todo— esa que no quiere reconocerlo) y que toda política, ya en el más plano de los sentidos, contiene una estrategia de visibilidad y de visibilización, o de disposición de los cuerpos (para decirlo de acuerdo a los términos del momento). En concreto, sobre el número que preguntas me interesaba darle mayor profundidad a la idea de la “crisis de representación” que circula a mansalva en las narrativas comunicacionales. No quiero abundar tampoco en esto, pero me temo que hay una conexión entre las diversas esferas de representación/contención de la sociedad contemporánea que están en crisis, las que tienen desde luego notas específicas en Chile (su intensidad y virulencia, por ejemplo), pero se trata de una cuestión global; diría que esta no es solo una crisis política. En ese sentido y por terribles que sean varios desempeños específicos, desde el presidente hasta los parlamentarios, la crisis política no se explica solo porque ellos lo estén haciendo de la peor manera: hay una estructura de representación que está en crisis. Me llamaba la atención en este mismo sentido la circulación masiva del mote “traición”, no tanto en los medios de comunicación como sobre todo en la calle y en las redes sociales (si es que acaso no son ambas ya la misma cosa; todo un problema que parece ser escandaloso plantear, lo que seguramente lo hace más interesante). Quiero decir, el hecho de que para hacernos cargo de esta crisis tengamos que acudir a una especie de horror moral o de indignación religiosa, lo que deja todo servido para el último gran problema del número: el de la violencia. La indignación religioso-moral ha llevado a un sector de la sociedad a llevar una especie de guerra santa contra el “neoliberalismo”, que a ratos parece más bien confirmar su lógica (la del neoliberalismo, digo) que ponerlo en cuestión. Creo que el dossier contribuye al menos a plantear estas preguntas y a dar pistas de por dónde podríamos pensar el problema (no más que eso, por suerte, porque el dossier estaba desde un inicio pensado en contra de la grandilocuencia). En ese sentido, invita a “deponer” por un momento las “armas”, y a salir de la militancia (la del académico-militante que se puso tan de moda en el último tiempo, con consecuencias no tan nefastas para la academia como para la propia militancia, a mi modo de ver), para intentar revisar el programa categorial con el que estamos intentando pensar la crisis en la que estamos.

Llevas varios años vinculado a esta universidad, desde tus estudios de pregrado, luego como profesor de diversos cursos, hasta la investigación posdoctoral asociada al IDF, donde ahora te integras a la planta académica. Al mismo tiempo, realizaste tus estudios de posgrado en la Universidad de Chile. Desde esa experiencia institucionalmente diversa, ¿tienes una visión del trabajo filosófico que se está realizando en Chile en los últimos años?

Me parece que el trabajo que se hace en Chile en filosofía es de buena calidad en todos los niveles: formación, investigación, publicaciones. A ratos me parece que eso no se tiene suficientemente en cuenta. Conversando con estudiantes de posgrado en el extranjero, profesores de universidades extranjeras, profesores extranjeros llegados a Chile (algunos de ellos, según propia confesión inicial al tocar el tema, que pensaban haber encallado en el último puerto abandonado de la tierra donde vislumbraban un descampado total), el nivel que tenemos en Chile es razonablemente bueno. Sobre todo, es saludablemente diverso. Esa diversidad posibilita el diálogo, el intercambio y la colaboración. Entiendo que eso no es así en otros lugares, donde, por ejemplo, la guerra entre “analíticos” y “continentales” es más feroz o ya está definitivamente ganada en favor de uno. Esta diversidad se refleja bien en los programas de posgrado (que es donde, creo, ello debe ocurrir mayormente, porque en el grado tú tienes que ofrecer una formación que te permita elegir más tarde tu especialidad).

Es importante destacar que el nivel razonablemente saludable de la disciplina en Chile está ligado a un proceso de fortalecimiento institucional, que ha seguido más o menos el mismo curso en todos lados: carrera académica, publicaciones indexadas, fondos de investigación, etc. Creo que en este proceso, que ha sido en general virtuoso, están contenidos también parte de sus riesgos. Los estímulos a publicar por publicar (a parafrasearse infinitamente a uno mismo), por ejemplo, son tan altos que pueden terminar por atentar contra el propósito inicial. Las comunidades académicas en humanidades, no solo en filosofía, vienen hace tiempo alertando de este problema y reclamando mayor autonomía a la hora de legitimar nuestro trabajo.

Luego habría mucho más que decir, caso a caso, sobre la situación de —digamos— la “filosofía profesional” en Chile, pero insisto en que me parece un buen momento, especialmente si tenemos como unidad de medida lo que había hace varios años atrás. Me parece importante destacar en este sentido —quizá podría haber partido por ahí— que la “profesionalización” de la filosofía, por feo que suene, ha tenido por consecuencia una diversidad no solo temática sino también que los claustros académicos sean más diversos: hay más mujeres (`hay un proyecto interesante ­—aunque como tal no exento de riesgos— por visibilizar el trabajo filosófico hecho por mujeres en Chile), hay más profesores extranjeros (con la diversidad de trayectorias que ello implica) y hay más profesores chilenos con experiencia internacional de formación. El Instituto de Filosofía de la UDP es un buen ejemplo de todo esto. Digamos que hace veinte años el panorama era muy distinto y muchísimo peor en mi opinión.

Para finalizar, volvamos a Benjamin: Brillar por ausencia. Benjamin y la cuestión de la verdad y La justa medida de una distancia: Benjamin y el romanticismo de Jena. ¿Qué nos puedes adelantar de estas publicaciones? 

Intenté en ambos libros inscribir el pensamiento de Benjamin dentro de la trama múltiple de elementos yuxtapuestos en su obra, los que no siempre son elementos evidentes. Hay que decir que Benjamin mantiene para sí mucho más de lo que cita, porque —salvo el Libro de los pasajes, que en realidad no es un libro sino justamente un conjunto de carpetas con citas y comentarios en las que aquéllas habrían reclamado presuntamente todo el protagonismo— cita bastante poco. Se podría pensar que otra excepción sería su tesis doctoral titulada “Sobre el concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán”, presentada a la Universidad de Berna en 1919, pero cuando uno entra más allá de la superficie de una tesis bastante “scholar” a primera vista aparecen múltiples elementos que revelan la lectura no declarada que Benjamin hace de ese episodio fundamental del pensamiento alemán. El primer libro, Benjamin y el romanticismo reconstruye esta historia, considerando —digamos— los motivos manifiestos y latentes, confesados e inconfesados, del interés que Benjamin mantiene hacia los pensadores de Jena y su importancia para el llamado pensamiento contemporáneo en sentido amplio. Hay que mencionar, en este sentido, que el lugar de Hölderlin es de capital importancia. Benjamin sostiene —cito de memoria— que Hölderlin abarcó y gobernó un territorio que el romanticismo apenas habría alcanzado a vislumbrar. De ahí en más —y de modo muy distinto a como, por ejemplo, hace Heidegger (algo bien trabajado por el Lacoue-Labarthe por ejemplo)—, Hölderlin comparece casi ininterrumpidamente en la obra temprana de Benjamin como el instante de la cesura y de la decisión (de una decisión no subjetiva, no obstante). Creo que es algo que el propio Benjamin no alcanza a controlar —si es esa la palabra— en sus propios textos. Ese es, por ejemplo, un problema que me sigue pareciendo de enorme interés y está solo parcialmente resuelto en el libro que comentamos.

El libro que saldrá por Anthropos es parte de un mismo proyecto, pero tiene un recorrido textual más largo: considera más textos y un período más extenso de la propia obra de Benjamin, aunque fundamentalmente —digámoslo así, teniendo en consideración lo que antes decíamos sobre el método— los textos de carácter metodológico. A este libro le falta más tiempo para su salida —por ejemplo, no está lista la “solapa” que obliga a proveer una imagen, más que un resumen, del movimiento que realiza, por lo que podría extenderme excesivamente sobre su contenido—, pero tiene como punto de partida el interés de Benjamin por la noción de “verdad”. Este es un término que está muy escasamente asociado a su obra. Benjamin lo utiliza poco, pero —nuevamente— en momentos decisivos de sus textos (nuevamente en relación con Hölderlin, por ejemplo, en más de una ocasión). Luego, en su obra tardía, presuntamente materialista, que cambia de manera evidente su fisonomía en relación con la de juventud (fundamentalmente en la llamada carpeta metodológica del Libro de los pasajes), Benjamin postula la necesidad del “concepto de verdad” (sic). No dice mucho más ahí, aunque señala: es necesario “apartarse decididamente del concepto de verdad atemporal” (cito de memoria otra vez) manteniendo una discusión tanto con la fenomenología como con un cierto marxismo que no tiene la menor intención de identificar (en el otro caso es claro: se trata nuevamente de Heidegger). El libro traza entonces el recorrido del concepto de verdad y su declinación en las nociones de aparición/apariencia, presentación e imagen (el hecho, en una palabra, de que la verdad es para Benjamin su —o el— aparecer), lo que resulta decisivo a su vez para el concepto mismo de historia. Por eso, en uno de los artículos recientemente publicados, elaboro esto a partir de una fórmula del propio Oyarzun, en la que habla de la “historia en su (verdadera) representación”. Si te fijas, ya desde el título lo que está juego en esa fórmula es el nudo que liga verdad, historia y (re)presentación. Y no digo más sobre esta última palabra —que traduce la palabra alemana Darstellung— y que constituye el capítulo central de mi segundo libro, porque daría para largo…