Pensando en el juego siempre imposible de la autopresentación, diría que inicialmente la sensación de encierro en la disciplina histórica me llevó a preocuparme por problemas planteados en un primer momento fuera de las fronteras de mi área de formación. Por paradójico que parezca, esas mismas preocupaciones terminaron por volcar mis intereses nuevamente sobre la práctica historiográfica, sobre sus presupuestos epistemológicos, sobre sus efectos de escritura, sobre sus condiciones de posibilidad. Una de mis primeras publicaciones es, justamente, un examen de las condiciones de emergencia de la Nueva Historia chilena, es decir, del conjunto de condiciones a partir de las cuales se constituye una práctica de escritura. Este retorno a la historia, como todo retorno, me puso inevitablemente en contacto con aquello que sofoca o reprime la institución historiadora, y que para abreviar se puede cifrar en el golpe de Estado de 1973. De algún modo, mi lectura de la Nueva Historia, y de la tradición hermenéutica y fenomenológica dominante en la disciplina, me conducen a cuestionar el régimen de historicidad que organiza la lógica de la representación histórica. En otras palabras, buscando aprehender aquello que sustrayéndose como acontecimiento se enseña en el golpe de Estado, he intentado mostrar que actos como la desaparición forzada de personas suponen una interrupción de la lógica de la representación histórica. Si desde el punto de vista de las operaciones de conocimiento de la disciplina es posible afirmar que, en lo esencial, ella está orientada a restituir el vínculo roto con las generaciones pasadas, entonces habría que advertir en el tiempo de la desaparición un tiempo que llama a interrumpir la lógica de la comunidad que la escritura de la historia impone. En este sentido, la catástrofe de la representación antes que anunciar el fin de una época, el paso o la transición de una historia a otra, expone al pensamiento historiográfico al vértigo de su perversión, a una experiencia que cabría calificar acaso de sublime. La reciente rehabilitación de un pensamiento de lo sublime en historia, de lo que con Frank Ankersmit cabría denominar una “experiencia histórica sublime”, puede ser considerada como síntoma y caída en esta catástrofe de la representación. Ahora, si consideramos que esta caída es el tiempo mismo, si nos representamos el tiempo como caída, no podemos dejar de pensar que aquello que está en el centro de las discusiones en torno a lo sublime histórico no es lo elevado, ni lo colosal, ni lo monstruoso, sino la suspensión misma, la vacancia de toda representación.